Se reunieron en la única tarde soleada de aquel invierno. Beatriz había pasado su día inmóvil, sentada en la banca más solitaria de un parque en el que se encontraba por primera vez como si hubiera estado esperando otra oferta del destino para comenzar de nuevo con su vida; como si, por estar en un sitio inesperado, quienquiera que sea el encargado de tejer sus días, tuviera que reconsiderar la eficacia y prudencia de su trabajo. Helena no; más bien parecía una mujer movida por alguna especie de azar bienintencionado que la llevaba de alegría en infortunio y de infortunio en alegría, sin que ella le prestara demasiada atención a esto y centrara sus esfuerzos en encontrar algo que la sacara de ese desorden benigno que constituía el paso de sus días.
Beatriz, mirando a la gente desenvolverse en ese andar diario –que visto de lejos parece desorganizado, pero que visto particularmente descubre una serie de organizaciones personales–, apenas percibió la llegada de Helena, quien de tanto mirar la generalidad del mundo distrajo su atención de todos los individuos y tomó asiento inadvertidamente al lado de Beatriz.
Ignorantes ambas de la existencia de su doble exacto, el calor insólito de esa tarde de invierno las tenía empapadas en sudor, con la cabellera reposada sobre uno de sus hombros, con la intención de que la brisa les refrescara el cuerpo. A una por azar y a otra por destino, el cabello les obstaculizaba la visión de la otra. Curioso, quizá, cómo pueden coincidir la suerte y el destino para evitar algunos encuentros.