Cuando le hablaron la mañana anterior para informarle que tenían a un donante de córnea, se encaminó de inmediato al hospital.
Cuando entró al quirófano pensó que lo conocido por los demás sentidos empataría con una referencia visual, como alguna vez sucedió.
Cuando le dijeron, al día siguiente de la operación, que abriera los ojos con mucho cuidado porque la luz le deslumbraría, pensó con recelo en lo que sucedería una vez que lo hiciera. Después de todo, el mundo como lo conoció hasta los seis años tuvo que haber cambiado.
Se negó a abrir los ojos hasta que estuviera él, junto a ella.
Escuchó las suelas de los zapatos que siempre había imaginado de color café. El lado izquierdo de la cama se hundió. Se posó la calidez de esa otra mano tan conocida en el dorso de la suya y sus dedos se estrecharon con seguridad.
—Confía en ti —le dijo.
Y ella, despacio, levantó los párpados.
Pasaron largos minutos para que lograra enfocar a su esposo en medio de la claridad del día. Cuando lo logró, miró sus ojos inertes, aunque eso no importaba porque él ya la estaba observando con la frecuencia de su respiración.
—¿Te gusta lo que ves? —le preguntó.
—Siempre te he visto a ti. Ya te amaba desde el tacto.
Entonces supo que él siempre la mantendría objetiva en el nuevo mundo.