Por su espalda se escurre la lluvia. La placa, el golpe, siguiente: de nuevo. Mira –no se sabe si atónito o gozoso– frente a él, y sólo piensa que al otro lado de la catástrofe se asoma una sonrisa. Quizá.
Vacila entre acercarse o rodear la maraña de gente. En el ir y venir de su ansiedad, se asoma como gato cauteloso, como niño inventando lentamente el universo; y tras unas manos agitadas distingue los ojos grises de Octavio, alargando la mirada como telaraña joven, siguiendo cualquier luz que busca su faro.
Pero cada sombra en la que pone los ojos insiste en que las cosas van mal: tiempo es lo que no le queda.