Con el filo de la navaja sobre su muñeca, Ana cambió de opinión: no iba a matarse, iba a matarlo a él.
Sabía, siempre lo supo, que él no iba a quererla; nada haría que lo hiciera, ni el par de senos de silicón, ni la liposucción en brazos, glúteos, muslos y rodillas. Mucho menos el limado de mentón, el tatuado de cejas o la rinoplastia.
Afuera hacía frío y seguro él estaría con ella royéndole los huesos y tratando de asir, con boca y manos, esas diminutas tetas que a momentos la hacían parecer un efebo, una ninfa casi asexuada.
Ana, fuera de sí, empuñó la navaja y, con el rojo baby doll de encaje que se había puesto para morir, salió a matarlo.
La temperatura había bajado lo suficiente como para comenzar a escarchar los abetos, pero ella no tenía frío: lo sudaba, se sentía asfixiada como por humo de hoguera.
Mientras caminaba imaginó lo que sería morir quemada como las brujas y lo único que pudo visualizar, en un sólo instante en el que cerró los ojos, fueron sus prótesis derritiéndose por el fuego, un espectáculo decadente. Un segundo después yacía boca abajo pegada al hielo.