Cuando se fue a vivir a aquella ciudad perdió la confianza en la gente: las mentiras eran más difíciles de detectar, las promesas rotas eran cosa de todos los días, las sonrisas parecían tan reales.
Todo el que pudo le dio una puñalada por la espalda.
Comenzó a odiar las calles, los rostros, las voces y los sonidos, las risas, el clima, la arquitectura y toda su supuestamente magnificente herencia histórica. Las pequeñas expresiones de cada individuo.
Tuvo que regresar, volver a los paisajes conocidos, a los rostros familiares, a las palabras duras pero honestas. Y poco a poco se dio cuenta de que era demasiado tarde. Aquella ciudad ya formaba parte de él, se multiplicaba en su interior y terminaría de acabar con él muy pronto.
