El viento se había cansado, pero la quietud era casi brillante y traspasaba mi todo traslúcido. El lapso de un suspiro me llevó hacia la negrura del espacio. Remonté sobre el universo infinitamente de ida y vuelta hasta posarme entre el espacio mínimo entre pétalo y pétalo de una rosa. El silencio me transportaba elíptico, circular o amorfamente, separándome y uniéndome a cada color del arcoíris de aquella tarde de lluvia soleada.
Infinito, infinito y lo eterno… y luego NADA y TODO de nuevo.
El dolor se ciñó sobre mi cabeza abrazando mis sienes y oprimiendo mis pulmones hasta la luz. Después todo hacia abajo y el frío estremeciéndome los huesos. Vino después lo más dulce y cálido, aquella melodía suave que recordé haber escuchado tantas y tantas y tantas veces, y algo tibio y delicioso en mi boca, mientras mi lengua y labios lo abrazaban.
Así llegó el olvido hasta que retornó la quietud y volvió a traspasarme, y esto que existe sin pronombre, trasluciendo, trasluciendo desde la más vieja de las estrellas que está cumpliendo de vida un femtosegundo.