Se podría suponer por la posición del cuerpo de la mujer que admira el paisaje sobre el puente colgante, que una calma silenciosa la embarga, que una especie de felicidad se agita dentro de ella. Pero si el observador se detiene en su gesto pétreo descubriría lo contrario. Encontraría pues, que la mujer esta pudiera lanzarse hacia la masa de agua que se desliza hacia el Este de la ciudad, pues su mirada divaga más allá del río y de sus riberas, más allá del horizonte, de la frontera y de la nada.
Y si por ociosidad el observador formulara los pensamientos de la mujer, entonces serían estos: Me pregunto una y otra vez si estos días silenciosos y calmos son un regalo o una estrategia de la desdicha. Si la calma engendra esta angustia y si mi angustia es simplemente un producto estúpido de la tranquilidad.
Este tipo de preguntas suenan tan ridículas como reales, pues si en algo comulgan estas dos verdades es en la simpleza de su formulación —diría la mujer—. Arrastran, como hace este río, la felicidad del hombre, el reto, su lucha.
El río continúa su marcha mientras los árboles extienden su sombra sobre los paseantes que esa apacible mañana de primavera salen por primera vez después del invierno. No, definitivamente el paisaje no coincide con los pensamientos de la mujer.