Soy el acreedor del último suspiro de mi abuelo.
En la habitación ronca, en la afónica penumbra, dos tías porcelanosas que olían a lágrima falsa y tintos mal digeridos, me dirigen con seis trémulos años hacia el abuelo estentóreo que a duras penas fluye, que tose remordimientos y sabe que no verá nada más que ese techo y que me agarra fuerte del brazo, con esos dedos óseos y angustiados y me dice mijo, nunca le digas a nadie esto.




