Frente al espejo, de mis mejillas parecía brotar la quietud. Bajé de la hamaca con un poco de cuidado de no pisar alacranes. Me lavé con un trapo, me froté las piernas y los pechos, me desenredé el cabello y lo adorné con un broche de plata. Me calcé y vestí ligera. La tarde bufaba. Salí de mi ausencia a pasear por las calles.
A mi derecha la soledad se extendía enorme, silenciosa y campesina. Empecé a correr por las milpas amarillentas, el calor del henequén se hacía flamas en mi espalda.
A medio mecate de distancia alcancé a mirar a un joven cazador.
–No te muevas, bonita, estoy buscando tus ojos –contestó el joven.
–¿Para qué te servirán mis ojos? –le grité, confundida, mientras un tirante de mi vestido se divertía con el viento de octubre.
–¿Tus ojos?, para nada. Solamente quédate quieta, me vas a espantar al venado. –Sonrió con dientes amarillos en medio del camino blanco. Yo me puse algo roja. Me detuve en seco.
Un animalejo gigante salió dentre la hierba. El joven disparó. Su presa era femenina, delicada como la arena. Cuidadosamente depositó su cuerpo sobre la tierra que se apresuró a ceñirle el torso desnudo. Deliraba, maldecía. Su transformación era bella.
Mi amigo la vistió con un rebozo de luto cuando la enterró. Lloraba mucho. Después, él igual murió de calenturas.
Terminada la Revolución regresé a mi pueblo. Aún recuerdo aquel rebozo negro como la noche en la que se alza un vuelo nocturno, alas de mariposa durmiendo. Aroma de vuelos minerales.