Practica artes marciales, para defenderse, para defender, para saberse poderosa. No es inusual verla en las distintas asambleas de la semana (Martes, charla “Patriarcado y semiocapitalismo” 20:00 | Miércoles, taller “Cuerpa y performance: arte después del poder” 17:30 | Viernes, conversatorio “Dignidad y trabajo sexual”, fiesta). Tiene la garganta gastada de gritar consignas y la rabia. El morado se ha vuelto su color favorito, o el que viste con más frecuencia.
Esa red, cómplice y compañera, la abraza entera hoy. Pero a los once temió al espejo, a los quince tuvo la primera crisis de ansiedad y un año después debieron hospitalizarla debido a la anemia. Se prometió que no volvería a odiarse, y trece años después ha sido fiel a sí misma. Y es feliz.
Sonríe, se divierte, le planta cara al mundo, baila sin ritmo con amigas queridas, manada de hermanas que no conocen el miedo. Hace una semana le pidieron que impartiera un taller, el mes próximo quizá se incorpore al equipo. La universidad le informó en la mañana que extendía el seminario que dirige por otros dos semestres.
Camina con la cara alta y paso firme. Le sonríe con la mirada a Daniela, la dependienta de la abarrotería, mientras guarda la botella de agua y la barra de jabón en la bolsa. Cruza la última luz de la tarde hacia la cerveza y la pasta que la esperan en casa.
—Pura carne buena.
—Se me hace gorda.
—Gorda, pero me la daba.
No alcanza a escuchar más, sólo el ronroneo del motor que se aleja. Da vuelta en la esquina, avanza veinte pasos densos, sube a su departamento con la mandíbula prensada. La puerta estalla a su espalda. Y se desmorona. Hacía mucho no temía al espejo.