Una mirada cruza el extenso bosque de mesas.
Esos tus ojos me han visto, quizá por accidente;
accidente tuyo, mío o del destino,
destino mal intencionado,
mal y tensionado destino,
des_tino / sin_tino.
Sin ti no.
No sin ti.
Yo bajo la vista a la hojarasca
y disimulo mi presencia.
Un acto de tímida inocencia de mí se apodera.
De mí,
de mi demencia,
de ti / de mí,
de mi timidez – temida.
Y te levantas, y pides la cuenta
y yo / y yo… te veo partir.
No quiero que te vayas.
Ni siquiera te conozco, qué importa.
No quiero que te vayas.
Ni te apures, lo sabía.
No quiero que te vayas.
Sabía que esa mirada no era más que un acto reflejo,
un tic, un tic, un descuido tuyo,
un pretexto mío para justificar mi escasa valentía.
Aún hay tiempo.
¿Aún hay tiempo?
Me animo a seguirte con la mirada, y al cruzar el bosque…
me vuelves a mirar, esperando a que yo te siga
no con la mirada,
no con la mirada,
no con la mirada.
¡Haz algo! —me dices.
¡Haz algo! —me digo.
¡Haz algo! – se va.
¡¡Haz algo!! – se fue.
Ya volverá,
tal vez con otra cara.
Y yo volveré a casa solo,
correré a mi habitación y miraré al espejo
y pensaré en ese fracasado encuentro.
¿Y cómo así?, si ni siquiera te conozco,
pero ya extraño los besos que no nos dimos
y entonces miro de nuevo ese tímido reflejo
y entre vaho y vaho le digo:
«prometo no acordarme ti».