¿Sentiste alguna vez hijo mío ese afán por arrancar, por dejarlo todo; esa liberación estomacal de la muerte, esa premonición, ese necesario partirse en dos; de largarse, largarse, hijo, maldita sea, irse muy lejos?
¿Sentiste hijo mío que entre vos y el planeta no bastaban los kilómetros, sentiste que no querías contagiarte de esta tierra llena de estos humanos, estas angustias, esta falta de esperanza, de perspectiva, esta podredumbre colectiva, y que querías que cada paso fuera larguísimo, legítimo, durar suspendido mucho tiempo sin tocar esta cosa?
¿Sentiste hijo la amenaza irremediable de los años, la añoranza eterna de la infancia que la historia va puliendo de máculas día a día mientras día a día te metés en este mierdero, en este agobiante mundo que gira inmutable, este mundito al que te aferra una fuerza que no es tuya, que no quisieras que fuera tuya, que te amarra?
¿Has sentido hijo mío el desastre correr por tus mejillas como lava ardiente, como si la dignidad quemara mientras sale de tu cuerpo, mientras se aleja para siempre?
¡¡¡¿Sentís esa calurosa diarrea histérica que abandona tu cuerpo y lo deja ahí acomodadito en la desgracia, en la perpetua inequidad del día y la noche y lo asquerosamente repugnante que significa ser hombre?!!!
Tal vez nunca sentiste, hijo mío, ese afán de la huida, de cortarle las bolas a tu destino y correr desnudo hacia el atardecer, hacia la infinita y redonda continuidad de este planetica tan llenito de agua y truenos. Tal vez no ha llegado a tu vida el día en el que olvidás por un instante eterno todo lo que te ata, todo lo que amás, todo lo que importa, todo lo que te pertenece y te partís en dos, maldita sea, en cuatro si es necesario, haciendo de la indiferencia del resto del planeta el gesto más sublime hacia tu vida, tal vez no lo has sentido. Por eso hijo mío, te dejo en esta media, en estas sábanas, en este papel higiénico, en este pañuelo desechable, en esta misma mano sudada de siempre.