En un instante la noche consumió la tarde y la luz se perdió entre las nubes. Un relámpago nos devolvió el día; a causa del estallido estuve a punto de cortarme el pulgar, y el cuchillo quedó en la mesa sin terminar el tajo. Encendí las lámparas, quedé en una esquina de la cocina sin poder pensar. Volvió el recuerdo.
Volvió la mañana que le siguió a esa noche, con su calor insoportable y mi aliento rugiente, mis dedos entrelazados en su cabello, mi pecho oscuro batiendo.
Entonces asomé a la ventana, buscando distracción en las ramas al otro lado de la calle. Un destello llamó mi atención al balcón del tercer piso. Lo vi erguirse frente a la ventana, como se yerguen los animales después de hincar las fauces en la presa. Apenas en pie, se acomodó dentro de sí y distinguí la sonrisa que le escurría en los labios.
Asomó a la ventana y salió. Se limpió el hombro de la camisa, se acodó en el barandal y estiró la mirada. Quise ocultarme de sus ojos y tropecé con la cortina; derribé la lámpara, y con ella reventó el foco. Me hinqué frente a los trozos, los miré con el mismo desprecio que me mordió aquella mañana, y desde lo profundo los injurié.
Me levanté lentamente y estiré la espalda hasta sentir que recobraba mi altura. Y con esa lentitud miré de nuevo por la ventana y salí. Satisfecha de mi odio, estiré las manos para plisar los pliegues de mi falda y encontrar sus ojos al otro lado de la calle. Un nuevo relámpago lavó mi mirada.